miércoles, 12 de septiembre de 2012

¿Quién no ha callado verdades para no hacer daño?

No soy de esas personas que expresan sus sentimientos mediante parrafadas, más bien, soy de esa personas a la cual se la nota rápidamente cuando está mal, inevitablemente, aunque no quiera que se note. Soy persona. Porque algunas veces es simplemente mejor decir que todo está bien cuando en realidad todo está realmente jodido. Porque sonreír cuando estás mal, no es fácil, pero lo hacemos. Porque si hay una piedra en el camino vemos más fácil tropezar con ella que saltarla. Porque quieras o no, los problemas vienen solos, y todos ellos tienen una solución, más fácil o más difícil, pero la tienen. Porque los momentos felices hay que disfrutarlos, porque los tristes ya vendrán solos. Porque cuando estamos mal nos ponemos música deprimente y lloramos. Porque cuando te hacen daño, poco o mucho, duele. Porque cuando no te escuchan, te sientes solo, ignorado. Porque cuando escuchas una canción, los recuerdos te invaden. Porque cuando ves una película de amor intentas reprimir tus lágrimas, que siempre acaban saliendo. Porque la distancia es una de las peores cosas que hay. Porque todo el mundo tiene un motivo para seguir adelante. Porque en el fondo todos hemos cometidos errores, y no por ello dejamos de ser personas. Porque ser perfecto en un mundo imperfecto, es imposible. Porque cantar en la ducha a grito pelao' nos hace felices. Porque soñar es gratis, y por eso lo hacemos cada día. 




El chico de la camisa de cuadros.

Nueva York nunca duerme, y últimamente yo tampoco lo hacía demasiado. El dolor de cabeza, las lágrimas y el olor a humedad eran mis únicos amigos. Estaba apoyado en mi cama, inmerso en mis pensamientos, tenía los ojos rojos y llorosos, la nariz me moqueaba y los diversos ruidos procedentes de la calle hacían que  me sobresaltar de vez en cuando. Estaba agotado, quería dormir. Diversos motivos me lo impedían. Me tumbé en la cama, giré la cabeza hacia el lado derecho. Sorprendido, abrí los ojos. En la mesilla había un reloj antiguo de lo más peculiar. Sabía de sobra que no era mía. ¿Que hacía allí? ¿De quién era?
Estiré el brazo para cogerlo, con un leve bostezo me volví a incorporar en la cama.
Tras mirarlo y manipularlo delicadamente, me fijé en la parte superior, tenía un extraño botón.
Apreté el botón. Los claxsons de los coches dejaron de sonar, la vecina de al lado dejó de regañar a su perro; me asomé a la ventana, la Quinta Avenida estaba totalmente paralizada. Había parado el tiempo.
Empecé a reír, aquello no podía ser cierto, estaba realmente sorprendido. Nuevamente, pulsé el botón metalizado bañado en oro.
Los claxsons volvieron a sonar , mi vecina seguía gritando, voces de personas, el vibrar del metro...
Nueva York había estado paralizado durante unos segundos. Estaba boquiabierto, ¿en serio era real? No podía serlo.
Volví a para el tiempo, cogiendo mi sudadera favorita, subí a la azotea de mi edificio. 
Decisión inmadura y cobarde por mi parte, decidí no echarme atrás.
Me senté en el borde del rascacielos de enorme cristaleras y colores apagados (como todo en esta ciudad).
Salté al vacío. Mi cuerpo caía a una velocidad trepidante, que, en mis últimos segundos de vida, asustaba.
Mi cuerpo se iba a estrellar contra el suelo. Tenía el asfalto a escasos centímetros de mis ojos aún enrojecidos.

Me incorporé violentamente, había total oscuridad, estaba sudando, tenía el corazón a mil por hora. No podía creer lo que había soñado.
Lo estaba pasando muy mal, pero yo nunca sería tan necio de arrebatarme el mayor regalo del mundo, la vida.
Nuevamente, me sorprendí. Más pálido que un folio, con el corazón en la boca, no paraba de sudar...

El reloj estaba en mi mesilla.