miércoles, 12 de septiembre de 2012

El chico de la camisa de cuadros.

Nueva York nunca duerme, y últimamente yo tampoco lo hacía demasiado. El dolor de cabeza, las lágrimas y el olor a humedad eran mis únicos amigos. Estaba apoyado en mi cama, inmerso en mis pensamientos, tenía los ojos rojos y llorosos, la nariz me moqueaba y los diversos ruidos procedentes de la calle hacían que  me sobresaltar de vez en cuando. Estaba agotado, quería dormir. Diversos motivos me lo impedían. Me tumbé en la cama, giré la cabeza hacia el lado derecho. Sorprendido, abrí los ojos. En la mesilla había un reloj antiguo de lo más peculiar. Sabía de sobra que no era mía. ¿Que hacía allí? ¿De quién era?
Estiré el brazo para cogerlo, con un leve bostezo me volví a incorporar en la cama.
Tras mirarlo y manipularlo delicadamente, me fijé en la parte superior, tenía un extraño botón.
Apreté el botón. Los claxsons de los coches dejaron de sonar, la vecina de al lado dejó de regañar a su perro; me asomé a la ventana, la Quinta Avenida estaba totalmente paralizada. Había parado el tiempo.
Empecé a reír, aquello no podía ser cierto, estaba realmente sorprendido. Nuevamente, pulsé el botón metalizado bañado en oro.
Los claxsons volvieron a sonar , mi vecina seguía gritando, voces de personas, el vibrar del metro...
Nueva York había estado paralizado durante unos segundos. Estaba boquiabierto, ¿en serio era real? No podía serlo.
Volví a para el tiempo, cogiendo mi sudadera favorita, subí a la azotea de mi edificio. 
Decisión inmadura y cobarde por mi parte, decidí no echarme atrás.
Me senté en el borde del rascacielos de enorme cristaleras y colores apagados (como todo en esta ciudad).
Salté al vacío. Mi cuerpo caía a una velocidad trepidante, que, en mis últimos segundos de vida, asustaba.
Mi cuerpo se iba a estrellar contra el suelo. Tenía el asfalto a escasos centímetros de mis ojos aún enrojecidos.

Me incorporé violentamente, había total oscuridad, estaba sudando, tenía el corazón a mil por hora. No podía creer lo que había soñado.
Lo estaba pasando muy mal, pero yo nunca sería tan necio de arrebatarme el mayor regalo del mundo, la vida.
Nuevamente, me sorprendí. Más pálido que un folio, con el corazón en la boca, no paraba de sudar...

El reloj estaba en mi mesilla.


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